20 noviembre 2007

HISTORIA PARA SER ESCUCHADA


Hamem Bel Tibaudin tomó su daga bien acomodada en el pantalón y sintió una contracción involuntaria mientras hacia contacto con el metal.
La hoja curva reflejó su rostro con la impecable noche árabe tras de sí.

Hamem sintió concentrarse el peso del cuchillo menos en el brazo que en el pecho.
Hamem miró a su alrededor y vio en los ojos del retrato de su padre el legado familiar.
Hamem ató como pudo aquella daga, de apellido Tirabaudin, en el flanco izquierdo de su abdomen.

La luna reflejaba un brillo que hacia doler los ojos del joven dispuesto a vengar el honor de su hermana.

Hamem no temía.
Hamem no suplicaría si la mano de su oponente resultaba mejor que sus primerizas arremetidas.

A decir verdad, desde el instante en que el velo del obscuro rostro de su sangre fue descubierto, Hamem sintió la excitación previa a la obligación de cumplirle a sus ancestros con la valentía característica de un Tibaudin.

Hamem tenía virgen la piel de cicatrices.
Hamem tenía fe ciega en su arma experimentada, que fuese tanto tiempo de su padre, y antes de su abuelo. Esa que se había enterrado en carne y enchastrado en sangre impura, tal como la que se disponía a sacar de un cuerpo capaz de aprovechar el poder de la hombría con su indefensa hermana.

Hamem salió de su tienda y aspiró el viento del desierto.
Hamem Miró a lo alto y se apropió de una estrella, como testigo de duelo.
Hamem eligió, no con la arbitrariedad que el cosmos supone.
Hamem Eligió esa por que la sintió parte de sí.
Hamem se adentro en la noche.

No fue, la primera vez que la daga entro en el cuerpo de su adversario, suficiente para terminar con el conflicto.
No lo fue, tampoco, la tercera vez que la hoja enemiga tajeó su cuerpo.

Hamem se levantó como pudo del suelo rojo bajo su pierna herida.
Hamem miró al cielo.
Hamem buscó su estrella
Hamem pidió ayuda.

La energía devuelta cobró su mayor provecho luego de haberse enrollado el cinturón de tela en su mano izquierda.
Rechazó el ataque enemigo de un rápido movimiento y hundió en el cuello del otro toda su historia de honor familiar.


1000 años después Moreira.
1000 años después el honor de su hermana
1000 años después otro se miró en el cuchillo de su padre.
1000 años después Juan Moreira, salió al interminable verde de la pampa y aspiro.



1000 años después otro miró al cielo y formo relación con una estrella.

El tiempo, en el universo, no existe.
No hay otra explicación para que los 2 sintieran lo mismo, para que la izquierda envuelta sirviese de reflejo en formas tan idénticas, para que la sangre del otro brotase de la misma forma y del mismo punto donde ambas hojas encontraran tan calcadas vainas de carne.

Lo último que hago antes de entreverme con el malandra que deshonró a mi sangre es mirar al cielo e intentar sentir propia la misma estrella que guiase a 2 hermanos, queriendo yo también formar parte de esa familia.
Mientras busco esa empatía siento como el piso no es natural, siento un aire que no es puro, siento una ausencia de ausencia en el paisaje.
Tal vez yo no pueda. O tal vez, ya casi no quede lugar en el mundo para el honor, así como ya casi no queda lugar por donde mirar a las estrellas.